EXTRAÑOS DUENDECILLOS EN LA BRISA

La noche es tan romántica que el brillo
callado de una estrella se hace hermoso,
no lejos de los claros de los bosques.
Los raros duendecillos, con sus saltos,
disfrutan aguardando a que la luna
les muestre el aquelarre de los viernes.
Qué raro el aquelarre de los viernes,
con todas esas brujas, las ancianas
que suelen frecuentar cuentos antiguos.

Y quiero hablar de cuentos del pasado,
de noches del pasado y del presente
que tienen esa magia tan extraña.
Y quiero hablar del alba que sorprende
la luz de la mañana que nos roza,
los besos de la aurora que nos roza.
Y vengo a sospechar la amanecida,
la luz del sol que corre los portales
de un cielo sobre el mar de cada llama.

Los versos que se arriman a mi mente celebran la belleza de la noche, que quiebra, apuñalándola, la aurora: su brillo es alborada que, de pronto, regala esos paisajes de la costa que mira a la montaña más soberbia. Y miro la montaña más soberbia, pues esos nubarrones no lo impiden: las cumbres asturianas lo son todo.
Y miro en esas cumbres la belleza, la llama que se enciende y la hermosura que tiene el alma agreste del paisaje. Las cumbres que se elevan victoriosas son rocas que recuerdan el carácter de tantos habitantes de la zona. Algunos fueron recios marineros, los otros montañeses aguerridos, y en todos el orgullo era algo grande.
Después de amanecer, miro los cielos, las densas nubaradas que se escapan, que corren, cuando van a su capricho. Un verso me hace espíritu valiente y vienen a mi mente versos nuevos: los dicta cada bruma, cuando hay bruma. Asturias nunca deja de mojarse y el sol jamás angosta sus praderas -los duendes que la habitan son conscientes-.

Y el mío es un lugar donde hay colinas,
el mío es un lugar donde los valles
caminan con apuro hacia las playas.
La costa es el lugar cuyas estampas
me llenan de poder para escribiros
imágenes tan llenas de belleza
-al menos yo imagino que son bellas,
según los versos vienen a mi mente,
pues siempre vienen versos a mi mente-.

Parece que hay extraños duendecillos
que gritan con la lluvia, cuando viene,
si no están en la brisa que nos roza.
Parece que hay extraños duendecillos
que gritan con el sol de la mañana,
que salen a los claros a mirarlo.
Parece que hay extraños duendecillos
que temen ese sol y que lo evitan,
queriendo más hallarse entre las sombras.

Los duendes más sombríos, entre musgos,
escuchan las canciones de los líquenes
que saben evocar las humedades.
Y saben evocar las humedades,
las lluvias del otoño venidero,
las mismas que traerá este mes de agosto.
Y yo, que soy otoño en el verano,
me animo como un duende saltimbanqui
y escribo versos raros que discurro.

No en vano, al escribir versos curiosos, ocurre que me escapo de mis ansias, de tantas horas tristes y aburridas. Un cielo gris acaba emocionándome, y el verde de la tierra en esta tierra, los verdes de otras tierras, si las miro. Por eso soy dichoso con los versos y escribo a mi capricho versos nuevos, mezclados a los viejos de otros días.
Y mezclo con los versos de otros días los versos que, de nuevo, se me ocurren, que vienen como extraños visitantes. Y vienen como extraños visitantes: no es raro que sorprendan mi paseo, sin tinta ni papel para apuntarlos. Y habré de hacer memoria cuando llegue, si quiero recogerlos para luego tejer algún poema sugerente.
¿Diréis que es la locura que me arrastra? ¿La extraña confusión del ocurrente? ¿Un ego alimentado en demasía? Tal vez tenga mi espíritu defectos y venga a compartir estos tres vicios, mas pienso muchas veces que no es cierto: la musa es caprichosa y me sorprende, me llega y me condena con sus guiños a hacer poesía todo lo que toco.
Un duende misterioso es quien lo ordena.

2020 © José Ramón Muñiz Álvarez

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